- Esta semana que recién terminó se cumplieron ochenta años de la caída de la primera bomba atómica en Hiroshima, hecho lamentable que terminó la segunda guerra mundial, sí, ¿Pero a que precio? ¿Hemos aprendido algo tras ese dramático episodio de la vida de este mundo? ¿Es válido que aún hoy se quiera convalidar el tener un arsenal militar de ese tamaño para resolver las diferencias diplomáticas?
La semana que recién terminó, se recordó la caída de la bomba atómica en Hiroshima, aquel remoto 6 de agosto de 1945. Hiroshima se convirtió, desde entonces, en el escenario del primer ataque nuclear de la historia.
Ese “histórico” día, a las 8:15 de la mañana, un bombardero B-29 estadounidense, el Enola Gay, lanzó la bomba atómica a la cual se le llamó “Little Boy”. En cuestión de segundos, la ciudad, de aproximadamente 350,000 habitantes, quedó reducida a ruinas, y decenas de miles de personas murieron de forma instantánea.
Posteriormente, días después, miles más sucumbieron a las heridas, las quemaduras y la radiación, lo que marcó el final de la Segunda Guerra Mundial abriendo un capítulo completamente nuevo —y negro— en la historia de la humanidad.
La pregunta obligada: ¿por qué Estados Unidos decidió emplear esta arma tan devastadora? En 1945, la guerra en Europa había concluido con la rendición de la Alemania nazi, pero en el Pacífico la resistencia japonesa seguía siendo feroz. Batallas como Iwo Jima y Okinawa habían mostrado que la defensa japonesa podía costar cientos de miles de vidas aliadas.
El presidente Harry S. Truman justificó la decisión de lanzar la bomba atómica afirmando: “El mundo sabrá que la primera bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima, una base militar. Esto se hizo porque deseábamos evitar la matanza de miles de jóvenes estadounidenses”
Y por ello, Washington justificó el uso de la bomba como un medio para forzar la rendición de Japón y evitar una invasión terrestre que, según las estimaciones de la época, podría haber ocasionado entre 250,000 y 1 millón de bajas aliadas, además de millones de muertes japonesas.
Sin embargo, la decisión de usar la bomba atómica no estuvo exenta de debates, ni en ese momento ni en la historia mundial actual. Un grupo de analistas sostienen que Japón ya estaba prácticamente derrotado, su flota había sido destruida, su economía estaba colapsada y su infraestructura, había sido ya arrasada por los bombardeos convencionales.
Además, algunos historiadores argumentan que la entrada de la Unión Soviética en la guerra contra Japón, el 8 de agosto de 1945, habría precipitado la rendición sin necesidad de utilizar armas nucleares. Y entonces, desde esta óptica, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, fue una acción militar y un mensaje político hacia Moscú: una demostración de poder en el naciente escenario de la Guerra Fría.
En el plano moral, la destrucción de Hiroshima planteó preguntas profundas sobre la legitimidad en el uso de armas de destrucción masiva contra población civil. Aunque Hiroshima era un centro militar y logístico, gran parte de sus víctimas fueron civiles: mujeres, niños y ancianos quienes no tuvieron participación directa en el conflicto.
Las escenas posteriores al bombardeo fueron dantescas: cuerpos carbonizados, personas deambulando con la piel colgando por las quemaduras, y un silencio roto únicamente por los lamentos de los sobrevivientes. Y la radiación causó enfermedades que se manifestaron durante semanas, meses y años después de ese evento, dejando secuelas físicas y psicológicas en los llamados hibakusha, los sobrevivientes de la bomba.
El testimonio del médico militar sobreviviente, Shuntaro Hida, refleja la magnitud del horror: “Vi a gente que caminaba sin rumbo, con la piel desprendida colgando de sus brazos… otros estaban carbonizados en el lugar donde habían caído. El calor era insoportable, el aire irrespirable”.
La decisión, política y militar, para lanzar la bomba atómica, fue un punto de quiebre ético y político que demostró la capacidad humana para llevar la guerra a un nivel sin precedentes de destrucción en la historia de la humanidad. Si bien es cierto que en el contexto bélico de 1945 las potencias buscaban la victoria total, el uso de un arma con efectos tan devastadores cruzó un límite moral que, a partir de entonces, la humanidad se ha esforzado por no volver a traspasar. Hiroshima no solo fue un acto militar: fue un experimento real, en condiciones de guerra, de una tecnología recién creada, cuyas consecuencias exactas nadie las conocía, aunque podían suponerse.
También es importante reconocer que, tras la guerra, Hiroshima se convirtió en un símbolo global del pacifismo y del peligro del armamento nuclear. En lugar de quedarse en la narrativa de la victoria militar, la ciudad y sus habitantes promovieron un discurso centrado en la memoria, la reconciliación y la prevención de futuras catástrofes nucleares, lo que ha contribuido a que el mundo tenga mayor conciencia de los efectos humanitarios del armamento atómico, aunque no ha impedido que las potencias mantengan arsenales suficientes para destruir varias veces el planeta.
En términos geopolíticos, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, inauguraron la era nuclear y a partir de ese momento, el equilibrio internacional pasó a estar marcado por la posesión y posible uso de armas atómicas, lo que ha venido alimentando la carrera armamentista durante la época política del mundo conocida como Guerra Fría, y hasta nuestros días en donde muchos países del mundo tienen como aspiración contar con bombas atómicas en sus arsenales para ser considerados “enemigos” por otros países de la tierra.
Además, esta misma amenaza —la llamada “destrucción mutua asegurada”— ha venido evitando desde entonces la ocurrencia de una posible tercera guerra mundial. Sin embargo, el costo humano y ético del precedente dejado en Hiroshima continúa siendo motivo de reflexión.
Entonces, la caída de la bomba atómica en Hiroshima no puede, ni debe analizarse, únicamente, desde una lógica militar. Fue un acontecimiento que combinó la urgencia bélica, el cálculo político y la experimentación tecnológica, pero que también reveló los límites de la moralidad durante las acciones bélicas.
Y aunque el ataque aceleró el final de la guerra, indudablemente, el precio pagado por esta acción en término de vidas humanas perdidas fue inaceptable y dejó una herida abierta en la conciencia mundial.
Hiroshima y Nagasaki nos recuerdan que, el progreso tecnológico, cuando se pone al servicio de la destrucción, puede borrar en segundos siglos de civilización. Por eso, su memoria no debe ser un simple capítulo en los libros de historia, sino una advertencia permanente sobre el poder y la responsabilidad que conllevan las armas que la humanidad es capaz de crear.
Hoy, el recuerdo de Hiroshima es más que el simple recuento de hechos de la historia: es una profunda advertencia, que nos debe recordar que el avance tecnológico no siempre va de la mano con la sabiduría moral, y que el verdadero reto de la humanidad no es solo crear, sino decidir cuándo y por qué no usar lo que ha creado.
- 1. Muy mala decisión, terrible diría yo, la del alcalde de Río Bravo, Miguel Ángel Almaraz, de contratar para su área de comunicación social al vividor de Anwar Vivián Peralta, un cartucho quemado de la política y del “periodismo”, si a eso se le puede llamar periodismo, en todo Tamaulipas. Cosa nomas de hacer un recuento de su desempeño “político” y “profesional”, por donde ha pasado, y en donde ha dejados plasmados escándalo tras escándalo. Por lo pronto, al alcalde Almaraz no le auguro resultado alguno en temas de difusión, pero si en escándalos y mal uso de los recursos públicos. Tiempo al tiempo.
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