Por Pegaso
Las mujeres mexicanas son privilegiadas. Tienen a sus medias naranjas que las adoran, las sacan al cine o a cenar, les regalan flores, les traen serenata, les llevan el desayuno en la cama los domingos, las ayudan en los quehaceres del hogar y a cuidar a las bendiciones.
Por el contrario, en los países dominados por el Islam, los hombres tienen derecho de atizarles sus patadas en las donas y sus cachetadas guajoloteras nada más porque se atreven a enseñar los tobillos.
En Mexicalpan de las Tunas y en muchas partes del mundo occidental, se puede ver a correteables chicas paseando despreocupadamente por las playas con un bikini de hilo dental.
En las calles, las buchonas muestran sus ebúrneos encantos, provocando morbosos pensamientos en los mirones y un desbordado orgullo del sugar daddy o del mañosón que le pagó las operaciones.
Pero allá, en donde Mahoma manda galleta, las sufridas y abnegadas féminas tienen que obedecer a sus padres, hermanos y maridos como si fueran una propiedad.
Deben usar en todo momento una vestimenta que les cubre hasta las pestañas, y ¡ay, de aquella que se atreva a levantarse un poquito el hiyab (velo que les cubre la cara) porque no se la van a acabar.
Incluso en los medios de comunicación masivas, como la televisión, se justifica este permanente sojuzgamiento en base a lo que dicta el Corán, un libro que, al igual que La biblia, fue escrito por personas de carne y hueso en aquellos años en que se creía que la mujer era poco menos que un animal.
Según dicen los practicantes de esa terrible religión, el propósito de golpear a una mujer es para corregirla, no para castigarla. Sin embargo, hay algunas reglas, como no pegarle en el rostro o en órganos vitales. O sea, le puedes acomodar una paliza, nomás no toques el hígado o los riñones.
“El puño del amado es dulce como las pasas”-dicen. “El hombre corrige y la mujer obedece”-aseguran.
Pero para ser realmente justos hay que decir que la mayoría de esas barbaridades no las practican todos los musulmanes, sino solo aquellos que militan en las ramas más radicales.
En los países occidentales las mujeres han logrado avances insospechados. Ahora, chiflarle a una bella en la calle puede ser motivo de una demanda por acoso, y no se diga ponerle las manos encima, porque habrá materia para acusar al agresor de violencia de género y mandarlo al penal de Puente Grande o Almoloya.
Imagínense por un momento a una feminista con su minifalda y su pelo pintado de rosa, caminando por una calle de Irán.
Pronto es rodeada por una bola de musulmanes con piedras en las manos, listos para lapidarla. ¿Cuál sería la reacción de ella?
Tal vez los acusaría de misóginos, machistas, anticuados y patriarcales. Eso no detendría la acción de los fanáticos, quienes, Corán en mano, le recitarían los más incendiarios versículos de Mahoma sobre la moral que deben respetar las mujeres para no despertar la lujuria y el deseo en los hombres.
Aunque suene a cuento, ya han ocurrido situaciones similares, como el caso de la mexicana Paola Schietekat, condenada por la ley de Quatar a recibir cien latigazos todo porque unos tipos quisieron abusar de ella y se defendió.
Yo creo que los latigazos debieron ser para los agresores, no para la víctima. Pero esto no lo van a entender los musulmanes radicales, aunque el mismísimo Satanás los amenazara con introducirles su tridente en salva sea la parte.
Y el refrán estilo Pegaso dice así: “A territorio donde te dirigierez, practica lo que observares”. (A la tierra que fueres haz lo que vieres).