En Tamaulipas nos gusta estrenar cargos como si estrenar nombre bastara para inaugurar épocas. Nuevo fiscal, nueva esperanza. Pero basta rascarle tantito a la superficie para descubrir que, debajo del nombramiento recién planchado en el Congreso, siguen ahí los mismos expedientes polvosos, las mismas sillas vacías en las mesas de búsqueda y los mismos silencios incómodos cuando se pregunta por justicia.
Jesús Eduardo Govea Orozco rindió protesta como Fiscal General de Justicia por siete años. No es un encargo menor: se trata del responsable de encabezar la institución que investiga delitos, atiende víctimas y representa al Estado frente a los abusos más graves. En el discurso oficial se habló de “nuevo ciclo institucional”, “responsabilidad” y “resultados tangibles”. Palabras que, en un estado con miles de personas desaparecidas, suenan más a deuda que a promesa.
Porque antes de pensar en el futuro, habría que formular la pregunta incómoda: ¿qué pasa con todo lo que se quedó pendiente?
Ahí están las investigaciones que no avanzaron durante la gestión anterior: feminicidios sin sentencia, masacres envueltas en versiones contradictorias, carpetas abiertas contra exfuncionarios que se perdieron entre cambios de juez y traslados de expediente. No es memoria selectiva: son nombres, familias, colectivos que llevan años golpeando la misma puerta.
El relevo en la Fiscalía ocurre, además, en un contexto en el que Tamaulipas presume reducciones en algunos indicadores de violencia, pero sigue apareciendo como zona roja cuando se habla de desapariciones y delitos de alto impacto. Ahí se abre la primera gran interrogante para el nuevo fiscal: ¿la estadística va a servir para cerrar casos o sólo para la conferencia de prensa?
Govea Orozco llega con un encargo legalmente blindado —siete años sin posibilidad de reelección— y políticamente respaldado por la mayoría que lo nombró. Eso le da margen para tomar decisiones que un fiscal interino difícilmente asumiría: reordenar mandos, revisar investigaciones sensibles, corregir rutas que hoy sólo garantizan impunidad. La pregunta es si querrá usar ese margen o se limitará a administrar la inercia.
Porque los “viejos pendientes” tienen nombre y apellido.
Están los casos emblemáticos de desaparición que marcaron la última década, donde las familias han hecho más investigación que muchas agencias ministeriales. Están también las denuncias de corrupción contra figuras de la anterior administración estatal, que se han movido al ritmo de los tiempos políticos y no al de los tiempos procesales. Y están miles de carpetas que nunca conoceremos, porque no son portada nacional, pero sí son la vida rota de alguien en Reynosa, Nuevo Laredo, San Fernando, Mante Matamoros, Tampico, Ciudad Madero, y un montón más de Victoria.
El nuevo fiscal no parte de cero, recibe una institución con avances tecnológicos en denuncia digital y ciertos esfuerzos de coordinación interinstitucional, pero también con una reputación frágil frente a las miles y miles de víctimas.
Lo saben las madres buscadoras que han tenido que aprender de peritaje, geolocalización y hasta de amparos, porque nadie les explica el estado real de sus expedientes. Lo saben las organizaciones que han documentado cómo se archivan denuncias sin agotar líneas de investigación básicas.
Recuperar la confianza no se logra con spots ni con frases grandotas en el día de la toma de protesta. Se construye con cosas muy simples y muy difíciles a la vez: citar a las familias y explicarles con claridad qué sí puede hacer la Fiscalía y qué no; comprometer calendarios de trabajo y cumplirlos; revisar investigaciones atascadas y decir, con honestidad, dónde se falló.
Significa también aceptar que hubo omisiones, que se dejaron pasar oportunidades y que hubo casos donde la institución se comportó más como muro de contención que como aliada de las víctimas.
Otro pendiente es la relación con el poder político, un fiscal verdaderamente autónomo incomoda, porque investiga sin preguntar de qué color es la boleta.
Pero en Tamaulipas, la historia reciente está llena de ejemplos donde la procuración de justicia se usó como arma de persecución o como escudo de protección según soplara el viento. El nuevo titular tendrá que demostrar, más temprano que tarde, que no llegó a cuidar espaldas ni a negociar carpetas, sino a sostener un piso mínimo de legalidad, incluso cuando ese piso tiemble debajo de los aliados del gobierno en turno.
La transición también debería servir para revisar el trato que la Fiscalía da a sus propios trabajadores. Ministerios públicos sin condiciones mínimas, policías de investigación rebasados, peritos que se convierten en malabaristas para atender decenas de casos a la vez. Sin dignidad laboral dentro de la institución, difícilmente habrá dignidad en el trato hacia las víctimas.
Al final, la llegada de un nuevo fiscal siempre despierta esperanza. Queremos creer que ahora sí se reabrirán expedientes, que se buscará a los desaparecidos con toda la fuerza del Estado, que se investigará la corrupción sin mirar la fecha de la foto de campaña. Pero la esperanza, en un estado que ha pagado tanto por la violencia y la impunidad, ya no alcanza por sí sola.
Por eso, cuando escucho que Tamaulipas inicia “un nuevo ciclo institucional” en materia de justicia, no puedo evitar pensar que el examen del nuevo fiscal no será el discurso, sino la primera madre que salga de su oficina diciendo: “al menos ahora sí me explicaron qué están haciendo con el caso de mi hijo”. Mientras eso no ocurra de manera sistemática, seguiremos en el mismo lugar: estrenando titular, pero arrastrando viejos pendientes.
Nuevo fiscal, sí.
La duda, inevitable, es si llegará también una nueva forma de entender la justicia, o si -otra vez- sólo cambiamos el nombre en la placa de la puerta.

