Soy libre como el viento.
Corro, brinco, río, lloro. Voy a donde quiero y cuando quiero. Mi límite es el mundo y mi única preocupación es encontrar el diario alimento.
No me cuesta mucho hallarlo. Aún soy joven y sé dónde buscar.
Mi paladar no es delicado y lo mismo como ricas viandas que endurecidos mendrugos. No soy muy delicado en ese sentido porque la vida del vagabundo tiene sus bemoles.
De vez en cuando tengo un desencuentro.
Ayer tarde, por ejemplo, un sujeto mal encarado quiso arrebatarme un lindo jamón que pude obtener gracias a mi trabajo.
Lo enfrenté valientemente. Usé todas las habilidades aprendidas durante mi experiencia mundana y le causé varias heridas, aunque yo no me fui limpio.
Apaleado y todo, logré escabullirme cuando otros individuos acudieron en su apoyo.
Por cierto, el jamón estuvo delicioso.
Hoy me encontré de nuevo, cara a cara, con el sujeto del jamón.
Aún tiene las marcas de las heridas que le propiné, pero viene acompañado por varios desconocidos.
Me rodean entre todos, me tumban al piso y me maniatan.
Me suben a su vehículo y me trasladan a un sitio frío y lúgubre.
Grito, pero nadie acude a mi llamado.
Acostumbrado a la libertad, me paseo con furia de un lado a otro del pequeño cuarto enrejado.
Pienso repetidamente en mi vida aventurera y vuelvo a gritar, exigiendo la ansiada libertad.
Pasan los días y las noches. Pierdo la esperanza de salir de aquel encierro.
Al anochecer, antes de dormir me gusta recordar los tiempos felices.
Hace años, cuando era más joven, paseando por el parque me encontré con una linda dama.
Vestía de manera elegante, con un collar que brillaba en su cuello y un pelo espectacular.
Nos vimos.
A pesar de mi aspecto, no le pasé desapercibido, y a partir de ese día no dejé de ir al parque para volver a verla.
Así surgió un hermoso romance. Ella accedió a mis pretensiones y yo pensé que finalmente terminaría mi vida de vagabundo.
Pronto creció nuestra familia.
Tuvimos ocho hijos hermosos, sanos, fuertes, rozagantes. Eran mi razón de vivir.
Un aciago día, de repente, ya no estaban ahí. Se fueron.
No recuerdo cuántas veces lloré su ausencia, pero así, de manera abrupta, me vi nuevamente en la calle, recorriendo el mundo.
Libre, pero solo.
Ahora estoy aquí, encerrado en esta reducida prisión, purgando no sé qué delito.
Hoy por la mañana oí unos pasos en el patio y me asomé tratando de ver lo que hacían mis captores.
Nuevamente grité suplicando que me liberaran, pero tampoco hubo respuesta.
Ahora oigo que se abre la puerta.
Me preparo para empujarlos con fuerza y alejarme rápidamente de aquel lugar, pero entre varios me sujetan y me resulta imposible moverme siquiera.
Forcejeo y se me acaban las fuerzas.
Siento sobre mi cráneo un objeto frío y metálico, y las voces de aquellas personas que recitan un conteo regresivo.
5, 4, 3, 2, 1, ¡cero!
El intenso dolor dura apenas unos segundos y después, la nada.
-Bueno. Ya acabamos,-dice el empleado del Centro Antirrábico-el perro que mordió al señor Gómez ya murió.