Él era un guerrero.
Venía de una familia de campesinos muy pobre. Apenas tuvo algo de educación, porque empezó a trabajar desde muy chico.
Joven aún, salió desterrado de su tierra a causa de un altercado.
Se enlistó en el Ejército, en el Campo Militar número 1 de la Ciudad de México, donde adquirió el temple necesario para no doblarse ante las adversidades.
En la capital del país conoció a la que sería su compañera de vida. Juntos formaron una familia humilde, pero unida. Tuvieron cinco hijos. El primero de ellos, después de un accidente automovilístico, desarrolló un problema de epilepsia.
Pronto empezaron las penurias debido a que era necesario atender la enfermedad.
Con el tercero de los hijos, el de en medio, hizo compadre a un Capitán del Ejército, quien estaba casado con una nieta de don Venustiano Carranza.
De México se fue con la familia a Veracruz, de Veracruz regresó a la capital y de ahí, a Reynosa, en busca de mejores condiciones de vida.
Trabajó durante muchos años en los campos de cultivo de California, llegó a Chicago y a otras ciudades de los Estados Unidos, pero siempre con el afán de enviar el dinero necesario para su familia.
La amaba tanto que, en un tiempo, cuando pasaban privaciones, en un arranque de desesperación tuvo la osadía de mocharse la punta de dos de sus dedos para lograr una indemnización y poder alimentar a sus hijos y esposa.
¡No saben la valentía que se necesita para hacer algo como eso!
En temporadas, cuando no había trabajo en Estados Unidos y regresaba a Reynosa, solicitaba empleo de mecánico en el taller de los camiones del transporte colectivo, administrado por la señora Ernestina Icaza de Contreras, quien le tenía un cálido aprecio.
Trabajaba dos turnos. Se despertaba de madrugada para llegar al taller, terminaba el de mecánico y seguía con otro de chofer de camión. A su casa llegaba casi a la medianoche, y al día siguiente, nuevamente se levantaba en la madrugada para seguir un día más, y otro, y otro, sin descansar siquiera los domingos. Todo con tal de dar de comer a la familia, construir una pequeña casa en la colonia Chapultepec y mandar a la escuela a sus hijos.
Aún así, con el escaso salario que ganaba, apenas podía sostener a la familia, y la madre tenía que hacer milagros, pidiendo fiado en la tienda de la esquina.
Pese a todas las limitaciones, lograron sacar adelante a sus hijos y cada uno tomó su propio derrotero.
Hace unos cinco años, ambos obtuvieron la ciudadanía americana. Él empezó a recibir la ayuda del Gobierno de los Estados Unidos y por lo menos, sus últimos días tuvo una atención médica decorosa.
Don Álvaro Rivera, el guerrero, mi padre, falleció ayer en un hospital de la ciudad de McAllen, Texas y nos deja a todos el grato recuerdo de una vida ejemplar.