Me encanta ir al gimnasio. Bueno, me encantaba, porque desde hace más de un año dejé de ir a ejercitar mi escasa musculatura.
Si bien los médicos recomiendan que al llegar a cierta edad debemos mantenernos activos para no perder demasiada masa muscular, la verdad es que cuando me paro en un gym me siento como si estuviera en un jardín de niños: Pura chaviza.
De repente llega alguien de la momiza como yo y me siento más relajado, pero generalmente volteas para todos lados y te encuentras a puro jovenazo con músculos hasta en las pestañas y a curvilíneas chamaconas que darían envidia a la misma Jennifer López.
Fíjense. Llega uno con su toallita y su agua embotellada o en un recipiente de plástico. Antes de hacer los primeros ejercicios, empezamos a ver algunos detallitos graciosos.
Si volteamos por acá, un tipo más mamao que Arnold Schwarzenegger levanta con el dedo meñique unas monstruosas pesas. Por allá, otro que se coloca en posiciones extrañas para aprovechar al máximo la constracción muscular y por acullá, un cuate con unos leggins bien ajustados que mueve graciosamente los pies en la caminadora, al ritmo de una pegajosa melodía.
Hasta hace algunos meses yo iba al gym de mi buen amigo Jaime Arredondo, allá, en el fraccionamiento Fuentes Lomas.
De verdad, de verdad que uno se siente acomplejado cuando entra y ve a todos esos jóvenes con escultural cuerpo y excelente actitud.
Pero nomás agarra uno la primera pesa o mancuerna, nos concentramos al cien. Es más, ni volteamos a ver las torneadas figuras femeninas que abundan en esos santuarios de la perfección corporal. Nos concentramos, hacemos curl de mancuerna para los bíceps, sentadillas para los glúteos y femorales, press de banca para el desarrollo de pectorales y crunchs para los abdominales.
Al terminar la rutina e irnos a casa a descansar, nos sentimos como Vin Diesel o La Roca: Caminamos con las manos separadas del cuerpo y creemos que todos los demás son unos enclenques comparados con nosotros.
Esa ilusión dura algunos días, mientras seguimos yendo al gimnasio. Si por alguna circunstancia -como ocurre conmigo- dejas de entrenar, esa actitud se pierde y te hace volver a la cruda realidad.
Pasando algunas semanas, tu metabolismo empieza a hacer su chamba y comienzas a echar llantitas en la panza. Si en algún momento lograste que se te vieran los “cuadritos” del abdomen, éstos desaparecen rápidamente. Cada hamburguesa, cada orden de tacos, cada chela, cada chesco, se ve reflejado inmediatamente en tu anatomía, y entonces, piensas ir nuevamente al gimnasio, repitiéndose un círculo vicioso.
Lo mejor es tener constancia. Hacerle como mi amigo Jaime Arredondo, que desde que se levanta, a las cuatro de la madrugada, se va a hacer fierro. Termina su rutina y se prepara para ir a la chamba, en la Dirección del Empleo del Municipio. A la hora de comida, se va nuevamente al gym y ejecuta otra serie de ejercicios para un diferente grupo muscular. Regresa al trabajo. Al concluir la jornada laboral, se va otra vez a ejercitar por hasta tres o cuatro horas.
Ya por la noche se va a dormir, pero, ¿a que no saben qué? ¡Sus sueños son de puro levantar pesas!
Los especialistas recomiendan, tal vez no meternos tanto como Jaime, sino hacer de perdido media hora, una hora de ejercicio moderado, llámese pesas, caminata o cualquier otro deporte.
Es importante cuando somos chavorrucos, porque nuestros músculos tienden a canibalizarse, es decir, perdemos masa muscular, y si no hacemos algo por reponerla, al rato vamos a parecer ciruelas pasas.
Por lo pronto, nos quedamos con el refrán estilo Pegaso: “A la deidad implorando y con el mallete golpeando”. (A Dios rogando y con el mazo dando).