Por Pegaso
Cuando alguien de la delincuencia organizada se refiere a “pollitos de colores”, no quiere decir que busque comprar alguno de aquellos simpáticos animalitos que vendían los comerciantes ambulantes de antes, pintados de verde, rojo, rosa, azul y amarillo.
No. Se refieren a niños. Niños convertidos en sicarios, en punteros o en estacas.
Generaciones perdidas de mexicanos que, por desgracia, suman miles y miles. Y el número sigue creciendo porque la subcultura del narco los hipnotiza, los idiotiza, los fanatiza, los enloquece.
En cierta ocasión, allá por el 2010, cuando el huracán Alex provocó una creciente, fui a tomar unas fotos en un recodo del río Bravo.
Empecé a tomar las gráficas para acompañar la nota de la crecida, cuando unos escuincles de no más de diez años que estaban jugando ahí cerca empezaron a gritar: “¡Le están tomando fotos al río!”
Y claro. Lo que eso significaba es que estaban dando la voz de alarma, porque era un punto estratégico. Me retiré de inmediato sin voltear la vista atrás.
Estaba viendo un reportaje de El Universal donde se señala que, efectivamente, entre los 9 y los 10 años los “pollitos de colores” son utilizados como vigilantes y van subiendo de categoría hasta que finalmente se les da una pavorosa arma y se convierten en sicarios.
El mismo artículo señala, con datos de la Red por los Derechos de la Infancia de México que entre 145 y 250 mil menores están en riesgo de ser reclutados por la delincuencia organizada, debido a factores que incluyen la pobreza y la desintegración familiar.
Yo incluiría la horrible música que escuchan todos los días, misma que los va aleccionando para generar en ellos admiración hacia ese estilo de vida y sus figuras más representativas.
Moraleja para los padres: Cuiden a sus niños. Eviten, hasta donde sea posible, que sigan oyendo narcocorridos o corridos belicones, que les lavan el coco. No dejen que se tatúen. Vean con quienes se juntan. Hay que recordar que la pobreza no es justificación para caer en las garras de la delincuencia, porque hay muchas historias de vida donde el esfuerzo personal y el ingenio son la clave para salir adelante.
Ya desde el lejano año 2010 se sabía de los niños sicarios. Recientemente se dio a conocer el caso de Dared Yair, un chamaco de 14 años que fue detenido junto con varios adultos por elementos de la Marina, quien durante la operación portaba una pavorosa subametralladora Uzi que intentó usar para evitar su aprehensión.
Hay una canción muy famosa que glorifica ese estilo de vida:
Plebe, ya te manchaste las manos de sangre,
ni modo, ya no queda de otra, solo queda entrarle.
Te enseñaste a matar temprano y has tomado el mal camino.
No cumples ni los quince años y aún tienes la cara de niño.
No llores ni te sientas mal, así todos empezamos.
Bienvenido al mundo real, ahora ya eres un sicario.
Tus lágrimas seca, muchacho, pronto vas a acostumbrarte.
Tus manos están temblando como cualquier principiante.
Las calles han sido tu escuela y el vandalismo tu vida.
Pasaste hambres y tristeza, la mafia ahora es tu familia.
Escucha bien lo que te digo, pondré esta pistola en tus manos.
Tú me cuidas, yo te cuido; me traicionas y te mato.
Aterrador, ¿no? Pero por más duro que parezca, es una situación que se repite a todo lo largo y ancho del país, porque contra todo lo que se dice, la pobreza sigue, y sigue generando más delincuencia.
Por desgracia, está probado que los jóvenes que entran a formar parte del crimen organizado no duran más de cinco años antes de que una bala termine con su existencia.
Nos quedamos con el refrán estilo Pegaso: “Individuo que asesina a metal ferroso, a metal ferroso perece”. (El que a hierro mata, a hierro muere).

