El diario Mileño publicó ayer una nota sobre el chamaco más rico de África.
Mompha Júnior es el escuincle que presume en sus redes sociales la vida de lujos que le da su padre, un empresario de Nigeria al que se le ha relacionado con algunos fraudes en su país.
Sale muy sonriente con una camiseta de marca, lentes exclusivos, con un super auto deportivo a sus espaldas y una lujosísima mansión como fondo.
No es que yo tenga nada contra la gente de color. Es más, me simpatizan. Cuando voy caminando por la plaza principal o por la peatonal Hidalgo, repletas de negritos, veo el esfuerzo que hacen para realizar alguna actividad productiva mientras están varados en Reynosa.
Lo que aborrezco es que alguien, aunque sea un chaval, salga presumiendo inmensas riquezas, mientras que alrededor del mundo hay millones y millones de niños que no tienen siquiera para llevarse un bocado a la boca.
Las diferencias suelen ser más agudas en África, continente donde hay menos millonarios y más miseria con respecto a otros lugares del orbe.
Recuerdo aquella gráfica del fotógrafo Kevin Carter que le valió ganar un premio Pulitzer. Carter andaba en Sudán, buscando retratar los efectos de la pobreza extrema en el llamado “Triángulo de la Hambruna”, en marzo de 1993.
Dice la historia que el fotógrafo se adentró a unos arbustos y escuchó un pequeño gemido. Era una niña que se arrastraba sobre la tierra, tan flaca que le saltaban los huesos. Se agachó para fotografiarla, pero en ese momento un buitre aterrizó a unos metros de ella para darse un festín.
El fotógrafo esperó durante 20 minutos para obtener el mejor ángulo, que es precisamente el que le hizo ganar el codiciado premio.
Luego de tomar la instantánea, ahuyentó al buitre y se sentó a la sombra de un árbol, encendió un cigarrillo, habló con Dios y lloró. Días después, The New York Times publicó la foto y miles de personas llamaron al diario para saber qué es lo que había pasado con la pequeña.
Dicen que Kevin Carter se suicidó un tiempo después, víctima del remordimiento.
Por eso me revuelve el estómago ver al engendro regordete con una sonrisa de satisfacción pintada en la cara: “¡Total, yo soy asquerosamente rico!¡Que se chinguen los negros!”
Por cierto, eso me recordó un chistorete que dice más o menos así: Estaba un negrito en el cuarto de su mamá, viéndose al espejo.
A un lado estaba un recipiente con talco, así que lo tomó y empezó a aplicarse el polvo blanco en los cachetes, frente y mentón.
En eso estaba, cuando entró su papá y lo vio repleto de talco.
-¿Qué hace aquí, güerco cabrón! ¡Váyase a hacer su tarea de la escuela!
El párvulo se retiró mohino y diciendo entre dientes: “¡Pinches negros! ¡Por eso nadie los quiere!”
Fuera de bromas, lo que no es nada gracioso es que muchos, muchos millonarios e hijos de millonarios salgan en las redes sociales presumiendo la vida de lujos que se dan gracias a que tienen ilimitados recursos económicos.
Una de las grandes calamidades del mundo actual es precisamente, el pésimo reparto de la riqueza. No es que no haya riqueza en el mundo, sino que está mal distribuida.
Y mientras unos se dan el gustazo de saborear un vino de Burdeos con los platillos más exclusivos en los lugares más extravagantes, otros apenas tienen para llevarse un mendrugo de pan a la boca, si bien les va.
Termino esta reflexión con el refrán estilo Pegaso: “¡Pobre del pobre que al cielo no va; lo chingan aquí y lo chingan allá!” (¨¡Mísero del desheredado que a la esfera celestial no se dirige; suelen vulnerarlo en este sitio y damnificarlo acullá!”.