No supo cómo murió.
Sólo sintió un dolor intenso en el pecho y su respiración cesó. Cayó desmadejado en plena calle y un camión de pasajeros pasó sobre su obeso cuerpo. Las vísceras estallaron y dejaron un manchón asqueroso sobre el pavimento.
Fue llevado al anfiteatro y colocado en una fría plancha, donde estuvo varias horas antes de que llegara el forense.
-Masculino, de aproximadamente 38 años, complexión robusta, anglosajón, sin cicatrices aparentes… Condición del cuerpo: Traumatismo severo en la parte alta del tórax, exposición de intestinos, hígado y pulmones…
No supo cómo pasó, pero logró abrir los ojos y mover las manos.
El forense saltó del susto y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
No comprendía qué estaba sucediendo. Ni siquiera pensaba. Era como un sueño lejano. Se incorporó y empezó a caminar, así, desnudo como estaba. No le importaba. Ni siquiera sabía que no traía ropa.
El facultativo, en su huida, había dejado la puerta abierta. Salió.
En el edificio del SEMEFO todo era confusión. El médico había llegado hasta la recepción y había narrado con voz entrecortada cómo, de pronto, aquel cuerpo inerte había cobrado vida.
Nadie le creyó, por supuesto. El rigor mortis hace que los cadáveres abran los ojos o que los miembros se acomoden, decía un colega.
Pero nadie los preparó para aquella escena.
El cadáver caminaba por el pasillo, lanzando espantosos gruñidos. Un policía sacó su revólver y disparó varias veces, pero las balas se perdieron entre las carnes sin causar mayor efecto.
Todos corrieron hacia afuera, a excepción de una empleada de limpieza que se quedó paralizada.
En fracciones de segundo, el zombie llegó hasta ella y empezó un festín sangriento. Mordía el cuello, los brazos y los senos con apetito feroz, y pronto su víctima dejó de gritar y manotear. Estaba muerta.
Afuera, decenas de patrullas de la policía se habían aglomerado, luego de que el guardia solicitara refuerzos.
Tal vez por instinto, el zombi marchó hacia la salida, dejando detrás de sí el sanguinolento despojo.
No bien traspuso la puerta, cuando ardientes balas empezaron a impactar en su cuerpo. No sentía nada. No pensaba nada.
Atrás de él, la afanadora se incorporó y empezó a caminar, tambaleante, con el rostro descompuesto.
Un disparo en la cabeza. El zombi se tambaleó y cayó pesadamente para no levantarse más.
Pronto sería medianoche.
Juanito oyó la voz de su madre que le ordenaba apagar el videojuego y dormir temprano, porque mañana tendría que ir a la escuela.