El problema no es el apodo, sino lo que revela.
Andrés Manuel López Beltrán pidió que no lo llamen “Andy”, como si al eliminar el apodo pudiera también sacudirse el peso de lo que representa: ser hijo del expresidente y beneficiario del sistema que su padre juró combatir. Porque hay nombres que cargan con un legado, y hay diminutivos que no alcanzan a esconderlo.
Con tono serio, casi molesto, dijo “me llamo Andrés Manuel”, y tono no fue en son de broma ni de camaradería, lo dijo con una mezcla entre incomodidad y suficiencia, y aunque la declaración podría parecer trivial, una cuestión de estilo o respeto personal, no lo es. En tiempos de elección judicial y resultados fallidos en Durango y Veracruz, el gesto de renegar del “Andy” suena más a estrategia política rumbo al 2027, que a sinceridad.
El “Andy” ya se instaló como símbolo de todo lo que el obradorismo juró no ser: privilegios, influencias, y opacidad envuelta en playeras de béisbol. No hay que olvidar que en la política mexicana, los nombres no se definen sólo por el acta de nacimiento, sino por la memoria colectiva, para bien y para mal.
Cómo olvidar a los hijos de exgobernadores priistas que después con el mismo nombre y apellido lograron ser alcaldes, diputados y hasta gobernadores. Algunos incluso están a mitad de su gestión, pero con diferente partido, porque ellos “sí son buenos”.
En este caso, para Andy, el “Andy” ya se convirtió en la forma más coloquial -y certera- de señalar la distancia entre el discurso del lopezobradorismo y la realidad de sus hijos.
Andy ya no es sólo Andrés Manuel hijo: es el empresario beneficiado, el operador de campañas que terminan en derrota, el que aparece en la foto con directivos de empresas públicas como si de un CEO en funciones se tratara. Es la figura que, sin cargo ni responsabilidad pública formal, ejerce un poder con más efecto y alcance que el de muchos secretarios de Estado.
Aunque Andy intenta que lo vean como un ciudadano más, anda como pocos: escoltas, vuelos privados, logística estatal, amistades de poder y contratos millonarios que aparecen y desaparecen según la conveniencia narrativa.
Ahora que Andy se ofende por el diminutivo, no hace sino confirmar que la figura le incomoda porque no puede controlarla. No es lo mismo ser Andy entre amigos y socios que ser el “Andy” de las críticas públicas, el “Andy” de la corrupción descarada, el “Andy” del influyentismo disfrazado de participación política.
Pero, decirle “Andy” no es un capricho, es también una forma ciudadana de reducir el mito, de bajarlo del pedestal que su padre construyó a fuerza de mañaneras, es un reflejo popular -casi natural- de ironizar sobre la nueva élite, esa que llegó prometiendo no parecerse a las de antes, pero que ya come, vuela y manda como todas.
Su “ANDYpatía” no es solo el rechazo al apodo, es la distancia calculada que intenta marcar entre su figura y el conflicto de interés evidente al ser el hijo del líder moral del movimiento que ahora él busca liderar.
Pero si Andrés Manuel no quiere ser “Andy”, tendrá que demostrar que no lo es. Y eso se gana con cuentas claras, poniendo distancia del presupuesto público, y exponiéndose al mismo tipo de escrutinio que su padre exigió durante décadas a otros políticos.
Hasta entonces, que no se queje, de lo contrario, “Andy” ya no será un apodo, será un veredicto. Y peor es que lo llamen por lo que realmente representa.
QUE CURIOSO
El triunfo de Tania Contreras López en la elección jurídica no sorprende. Lo que sí sorprende es la manera en que el poder sigue disfrazándose de mérito, la lealtad de excelencia, y la cercanía con el Ejecutivo de “vocación de servicio”.
Tania es inteligente, preparada, curtida en el discurso legal de la 4T. No se trata de descalificarla por ser cercana al Gobernador. Se trata de preguntarse si el cargo lo ganó por lo que sabe… o por a quién conoce.
¿Usted qué opina?